La Ordenación del Territorio es la acción pública de colocación de las cosas (en sentido amplio) en el lugar que les debe corresponder, es decir, en concierto entre sí para que tengan una buena disposición (en función de determinado fin u objetivo). Y una acción que, en paralelo con la medioambiental, tiene como fin último —a través de los valores y bienes de los arts. 45 a 47 CE— la calidad de vida solo asequible en términos de desarrollo armónico y equilibrado, es decir, “sostenible”. Tal acción se despliega en relación con un recurso natural —el territorio— que, siendo la base física misma del medio ambiente, consiste en “el conjunto de circunstancias físicas, culturales, económicas y sociales que rodean a las personas ofreciéndoles un conjunto de posibilidades para hacer su vida”, de suerte que no determina a los seres humanos, pero los condiciona; lo que quiere decir, que “el hombre no tiene medio sino mundo”.
La distinción entre Ordenación del Territorio y Urbanismo no parece que pueda obedecer a una diferenciación de materias y cometidos. Con ambas expresiones se está aludiendo inequívocamente a una misma responsabilidad: la racionalización, la ordenación del aprovechamiento y la utilización del territorio. La distinción ha de referirse, pues, no tanto al qué, cuanto al cómo (la perspectiva y la finalidad) del cumplimiento del cometido. Así, la expresión “ordenación del territorio” quiere aludir con toda evidencia a una perspectiva y escala específicas y comprensivas de las características del urbanismo (lo relativo o atinente a la ciudad, lo urbano) y para el control de los factores o elementos básicos capaces de condicionar la configuración del espacio social mediante la de la estructura de la ocupación y la utilización del correspondiente territorio. Por tanto, dicha ordenación hace referencia a magnitudes supralocales, preferentemente regionales, y decisiones sobre la estructura, disposición y composición de las actividades principales o más determinantes, es decir, estructurantes del territorio y, por tanto, de la ocupación y el aprovechamiento del suelo. El urbanismo, por contra, debe entonces hacer relación a la magnitud local, la dela convivencia inmediata, y, consecuentemente, a decisiones sobre la regulación directa y concreta de los usos últimos del suelo. En otras palabras, la CE ha querido hacer de dos perspectivas diferentes (la supralocal y la local) dos funciones públicas distintas. Y ello en razón no tanto a la estimación de que la diversidad de escala o perspectiva deba traducirse en una diferenciación sustantiva del tratamiento del mismo y único objeto, cuanto a la decisiva circunstancia de que aquella diversidad de escala se corresponde con la distinción de los espacios sociales y, por tanto, de las esferas de intereses que conciernen a las comunidades territoriales institucionalizadas y dotadas de autogobierno en el seno de la organización del Estado: la Comunidad Autónoma y la Administración Local. Porque es obvio que la integración de intereses y políticas en que consiste la ordenación territorial ha de realizarse en ambos niveles, su realización debe quedar atribuida en cada uno de ellos a la institución a la que corresponde la gestión autónoma de los intereses de la respectiva colectividad, por exigirlo así el artículo 137 CE.